El espejismo de los caminos a mano

’25/08/2025’
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Por Miguel Ángel Cristiani

¿Quién podría oponerse a la idea romántica de que los pueblos olvidados del sur y sureste mexicano construyeran con sus propias manos los caminos que históricamente les fueron negados por los gobiernos federales?

Sobre el papel, el proyecto de Andrés Manuel López Obrador parecía sencillo y hasta entrañable: sin grandes empresas constructoras, sin contratos millonarios, sin corrupción de por medio, las comunidades tendrían al fin la carretera de sus sueños. Sin embargo, lo que comenzó como promesa de justicia social terminó convertido en un fiasco administrativo, técnico y político.

Porque una cosa es la poesía de la autogestión comunitaria, y otra muy distinta es la dura ingeniería de la obra pública.

Ahora que la gobernadora de Veracruz Rocío Nahle ha anunciado un programa de construcción y reparación de carreteras hay que tener muy en cuenta y con lupa las obras que se van a realizar.

Hay que recordar que el programa de construcción de caminos a mano en Oaxaca —emblema de la 4T y vitrina del supuesto “nuevo modelo” de obra pública— arrancó en 2019 con un presupuesto federal de poco más de 2,500 millones de pesos. La encomienda era clara: pavimentar caminos rurales con adoquín, faenas comunitarias y administración directa de los recursos. El resultado, cinco años después, es un saldo contradictorio: algunos tramos sí se concluyeron, pero la mayoría quedaron incompletos, mal hechos o de plano abandonados.

La Auditoría Superior de la Federación documentó irregularidades graves: obras pagadas sin concluir, sobrecostos injustificados y ausencia de controles técnicos. En varios municipios, los caminos presentaron cuarteaduras al poco tiempo de inaugurarse; en otros, los recursos se desviaron en procesos opacos de “ejecución comunitaria” donde nadie rindió cuentas. La narrativa presidencial de “confiar en la gente” se convirtió en un cheque en blanco que alimentó la discrecionalidad.

No se trata de denostar a las comunidades —que bastante han hecho con lo poco que tienen—, sino de evidenciar que la improvisación gubernamental no sustituye la planeación ni la supervisión técnica. Hacer caminos no es levantar bardas: se requieren estudios de suelo, drenajes pluviales, compactación, normativas de tránsito. Nada de eso se garantizó.

Históricamente, el sur del país ha padecido la marginación en infraestructura. Desde los años sesenta, los diagnósticos de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes señalaban la necesidad de conectar a las cabeceras municipales con la red nacional de carreteras. Medio siglo después, la llamada Cuarta Transformación prometió resolver de tajo lo que otros gobiernos no hicieron. Pero la promesa acabó en propaganda.

Aquí aparece la gran contradicción: López Obrador acusa a las constructoras privadas de ser nido de corrupción, pero su modelo comunitario terminó reproduciendo —en pequeño— los mismos vicios. La diferencia es que ahora no hay responsables claros, porque todo se diluye en la “autonomía” de los pueblos. ¿Quién responde por los millones tirados en obras inconclusas? ¿El comité vecinal? ¿El presidente municipal? ¿La Secretaría de Infraestructura? Nadie.

El fracaso de este programa es un recordatorio incómodo: la obra pública requiere Estado de derecho, planeación, transparencia y profesionalismo técnico. La demagogia no sostiene el concreto. El adoquín no sustituye el asfalto cuando de tránsito pesado se trata. La confianza ciega no sustituye la rendición de cuentas.

Políticamente, el gobierno federal utilizó estas obras como símbolo de la “transformación desde abajo”. López Obrador inauguró varios tramos en Oaxaca rodeado de aplausos y cámaras. Hoy, esos caminos muestran grietas no solo físicas, sino institucionales. El mensaje que queda es devastador: ni siquiera en proyectos pequeños y comunitarios la 4T pudo cumplir a cabalidad.

La ciudadanía merece claridad: ¿cuánto se gastó? ¿cuántos kilómetros realmente se entregaron en condiciones óptimas? ¿qué porcentaje de los recursos se perdió? El gobierno, en vez de rendir cuentas, optó por el silencio cómplice y la foto propagandística.

El saldo es claro: un programa que quiso ser ejemplo nacional terminó siendo un caso de estudio sobre cómo la buena voluntad sin técnica ni control termina en fracaso. Y en ese fracaso no solo se pierde dinero público, sino también confianza ciudadana, esa que hoy está tan deteriorada.

La lección es amarga pero necesaria: la justicia social no se decreta ni se improvisa. Se construye —como los caminos— con cimientos sólidos, planeación seria y transparencia. Lo demás es puro espejismo.

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