Por Miguel Ángel Cristiani
En política, como en la vida, los silencios dicen más que los gritos. Y en la reciente convención de Morena, la verdadera nota no estuvo en los vítores ensayados ni en los porristas de ocasión, sino en las ausencias que retumban. Cuando desde el templete se coreó el ya rancio “¡No está solo!” en favor de Adán Augusto López Hernández, fue imposible no mirar —con atención quirúrgica— a dos figuras clave del movimiento obradorista: Rocío Nahle García, gobernadora de Veracruz, y Javier May Rodríguez, su homólogo en Tabasco. Ambos optaron por la quietud, el desmarque y la prudencia política, que no es otra cosa que una forma elegante de decir: “a mí no me metan en sus líos”.
Y es que la sombra que persigue a Adán Augusto no es menor. El escándalo que lo vincula, directa o indirectamente, con el grupo criminal conocido como “La Barredora” no se disipa con arengas ni aplausómetros. Se trata de una losa que no se sacude con propaganda. No basta con gritar que no está solo cuando las acusaciones pesan más que los respaldos. En esta coyuntura, el mutismo de Nahle y May no es una casualidad: es una declaración política de independencia, de cálculo estratégico… y de memoria.
Porque hay historia entre Nahle y Adán Augusto. Una historia que no comenzó con fraternidad política ni terminó en buenos términos. Cuando ella era secretaria de Energía, él —entonces secretario de Gobernación— no solo no le tendió la mano, sino que intentó torcerle el brazo. Las intrigas palaciegas de Adán Augusto en alianza con Octavio Romero Oropeza, el otrora poderoso director de PEMEX (y hoy reciclado en el INFONAVIT), intentaron convertir a Rocío Nahle en blanco de desgaste interno. Fueron varias las veces que pretendieron minar su credibilidad, frenar sus proyectos, desacreditar su liderazgo. Pero, como bien se dice en Veracruz: el que se mete con la Nahle, se topa con la terquedad de Palacio Nacional.
Y es precisamente esa protección, la del entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, la que hizo la diferencia. Frente a los intentos de sabotaje, el respaldo presidencial fue clave para que Rocío Nahle no solo sobreviviera a los embates, sino que emergiera como una figura fuerte y viable dentro de la 4T. Hoy, desde el gobierno de Veracruz, tiene claro que no debe lealtad a quienes ayer quisieron dinamitar su carrera.
Por eso, su silencio ante el “¡No está solo!” de Adán Augusto no es tibieza, sino claridad política. No hay que confundir la institucionalidad con el sometimiento, ni la disciplina partidaria con la ceguera cómplice. En momentos en que la legitimidad se mide no solo por los votos sino por la congruencia, Rocío Nahle hizo lo correcto: guardar silencio frente al escándalo, y no prestarse a liturgias populistas que buscan lavarle la cara a quien debería estar rindiendo cuentas, no recibiendo ovaciones.
La figura de Adán Augusto López Hernández, otrora presidenciable y hoy reciclado en el Senado, arrastra más sospechas que apoyos reales. Lo que vimos en la convención no fue respaldo auténtico, sino una coreografía forzada. Y lo que no vimos —la fría indiferencia de algunos actores clave— es lo que en realidad define el nuevo mapa interno de Morena.
Javier May, por su parte, también entendió el mensaje: su cercanía con López Obrador no lo obliga a cargar con el equipaje ajeno. Su silencio no fue simple omisión, sino una toma de postura en medio de una tormenta que apenas comienza. Porque el caso “La Barredora” no es humo mediático, sino una señal de alerta que, si se confirma judicialmente, puede sacudir los cimientos morenistas.
Morena vive un momento de definición. No basta con apelar a la unidad cuando esa unidad se pretende construir a costa de la impunidad. La lealtad no debe confundirse con sumisión, y la política no puede seguir funcionando como un pacto de encubrimientos.
Así, lo verdaderamente relevante en esta convención no fue lo que se dijo, sino lo que se omitió. Porque en política, como bien sabía Maquiavelo, el aplauso más sincero es el que no se da. Y en esta ocasión, ni Rocío Nahle ni Javier May quisieron prestarse al espectáculo. Hicieron bien. Porque en tiempos de definiciones, guardar silencio también puede ser un acto de valentía.
La política mexicana, con su larga historia de intrigas y alianzas, nos enseña que cada gesto, cada silencio, tiene un significado profundo. Al no aplaudir, Nahle y May no solo se distancian de Adán Augusto, sino que también envían un mensaje claro: la lealtad incondicional no es una moneda de cambio en su administración. Este acto de resistencia puede interpretarse como una reafirmación de su autonomía y de la necesidad de poner en primer lugar el bienestar del pueblo veracruzano y tabasqueño, más allá de las lealtades que puedan imponerse desde el centro del poder.
La situación es aún más compleja si consideramos el contexto actual, donde la Cuarta Transformación se enfrenta a desafíos significativos, no solo en términos de gobernabilidad, sino también en la percepción pública ante escándalos que amenazan con empañar su imagen. El vínculo de Adán Augusto con ‘La Barredora’ es un recordatorio de que la lucha contra la corrupción no es solo un discurso, sino una exigencia de la ciudadanía que demanda transparencia y honestidad.
Históricamente, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) ha sido acusado de tolerar la corrupción en sus filas, y resulta irónico que el partido que prometió erradicar estas prácticas se vea envuelto en situaciones similares. La postura de Nahle es un indicativo de que, a pesar de las presiones y las expectativas, hay quienes dentro de Morena están dispuestos a poner en jaque su propia carrera política por principios firmes. Este acto de firmeza es un llamado a la reflexión sobre la ética en la política. En un entorno donde el aplauso parece ser el único indicador de éxito, es refrescante ver a líderes que priorizan la verdad y la responsabilidad sobre la popularidad.
El silencio de Rocío Nahle y Javier May en la convención de Morena no es solo una anécdota más en la narrativa política del país; es un símbolo de resistencia ante la tentación del aplausómetro. En un escenario donde los intereses personales y los escándalos amenazan con desdibujar los ideales de la Cuarta Transformación, es hora de que la política vuelva a ser un espacio de diálogo, honestidad y, sobre todo, de compromiso con la ciudadanía.