A mis 72 años –ahora ya tengo 73 (¡me entero, ay, que algunos amigos y compañeros no quieren que se sepa su edad!)–, o sea, el año pasado, me enamoré de una mujer por un solo motivo: su forma de escribir; o, mejor dicho, de su forma de escribir.
Siempre hay una circunstancia, una casualidad que hace que dos personas se conozcan e inicie una relación que será para siempre.
Mi motivo fue un libro, que me deslumbró: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Ella se llama Irene Vallejo, es española, nativa de Zaragoza.
No lo sabe, pero el año pasado hizo que casi sufriera al menos dos ataques de frustración a causa de ella.
Resulta que vino a la Ciudad de México, a la UNAM, en dos ocasiones, y a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, y no pude ir a verla, a conocerla en persona, a escucharla, a pedirle un autógrafo, a que nos tomáramos una selfie juntos.
Todavía no sé por qué demoré tres años en leer su joya literaria (se publicó en septiembre de 2019), acaso porque estaba leyendo otras cosas, acaso porque su libro tardó en llegar a Xalapa.
Confieso que, teniendo el libro en las manos, varias veces inicié su lectura, pero postergué la lectura total, hasta que le entré en serio y con determinación, en realidad, porque me atrapó y ya no pude soltarlo.
Su ensayo dedicado a investigar la invención del libro en el mundo antiguo, no tiene desperdicio. Se trata de una obra excepcional, de las que, creo, se producen y se publican cada tanto de la humanidad y llegan para ser imperecederas.
El infinito en un junto confirma que Irene es una filóloga consumada: su estudio de las culturas antiguas, el origen de los primeros textos a partir de los primeros instrumentos materiales, antecedentes del libro actual, nos lleva por un mundo que tal vez algunas veces atisbábamos leyendo, por ejemplo, se me ocurre, a Heródoto, pero que nadie había explorado a detalle como mi heroína.
El desarrollo de todo el tema central de su obra, a partir de un junco, una planta que se reproduce en parajes húmedos, de donde saldrá el equivalente a nuestro papel después, me remite a Marcel Proust quien también a partir de los recuerdos que le produce el olor, el sabor de una magdalena, famosa pieza de pan, mojada en té, lo va a hacer recordar su infancia que nos va a llevar a una obra de siete tomos, En busca del tiempo perdido, de lo mejor entre todo lo que se ha producido en la literatura universal de todos los tiempos.
Irene, además, con El infinito en un junco, nos confirma lo que se dice en el Eclesiastés: que no hay nada nuevo bajo el sol. En su texto, nos hace volver la vista al pasado y nos muestra que todo lo que hoy nos ocupa ya era motivo de interés de nuestros ancestros.
El libro está hoy traducido a casi todos los idiomas, es un fenómeno editorial, se sigue leyendo cada vez más y, en mi caso, no dudo que pasará la historia de la literatura y se convertirá en un clásico.
Este año lo volveré a leer, como debe hacerse con una obra excepcional.
Confieso: soy un devoto de Irene Vallejo. La sigo en forma permanente y casi a todos los lugares donde va, hoy una escritora laureada que todos la quieren tener.
Aparte de El infinito en un junco, el año pasado leí también, de ella, El silbido del arquero y El futuro recordado, pero leo también sus colaboraciones en El País Semanal, de España, y en Milenio, de México y todo lo que publica en las redes sociales, textos que me entretienen pero que también me mueven a reflexión, que me enteran, que me enseñan.
Mi frustración del año pasado finalmente tuvo un aliciente, una compensación: me notifica que se dio por enterada cada que comparto sus textos, es decir, existo para ella, me tiene en cuenta y sabe que formo parte de su legión de seguidores y admiradores en todo el mundo.
Que mejor forma, en mi caso, que iniciar 2023 con un motivo como Irene Vallejo, saber que soy contemporáneo de un personaje que forzosa y necesariamente irá al altar de los mejores escritores de todos los tiempos.