Por Francisco Berlín Valenzuela*
Los estudiosos del Derecho Electoral hemos dedicado muchos años de nuestra vida a exaltar las virtudes de éste campo del mundo jurídico. Lo entendemos como el instrumento normativo de la democracia. Por eso, contemplar el contraste existente entre sus nobles fines y las y patologías que presenta la vida electoral de nuestro país, resulta desalentador. Las prácticas cotidianas -más reiteradas-, por la mayor parte de sus principales actores dejan mucho que desear y no tienen nada que ver con el propósito de avanzar en el fortalecimiento de nuestra endeble democracia. Para conmover su aparente inconciencia deberían de tener presente un hecho por demás alarmante: cada vez, un mayor número de mexicanos parece desilusionarse del modelo democrático. Ojalá que -cuando menos por curiosidad-, consulten los informes contenidos en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, ahí podrían advertir -a través de las cifras asentadas-, el hartazgo y el desencanto existente por esa forma de dirimir la disputa por el poder. La democracia está en riesgo. Créanlo. Afirmarlo no es una forma de llamar la atención, o una manera de llenar las líneas de un artículo editorial.
Cuando decimos que los procesos electorales se pervierten y falsean por las prácticas, vicios y manipuleos, queremos referirnos a que, en su esencia, están faltando a la ética política y a la legalidad, provocando que dejen de ser verdaderos instrumentos normativos con los que se decide la contienda electoral. Pero todavía más, que su ilegitimidad ética de origen contamine el modo de vida democrático al que se refiere nuestra constitución en su artículo tercero.
Los académicos hemos conceptualizado al Derecho Electoral como una rama del Derecho Constitucional, fuente primaria de donde deriva su contenido y principios. En ese contexto, el derecho electoral “establece el reclutamiento democrático de un cierto número de los órganos del Estado”, y debería de ser utilizado en forma eficaz para asegurar una representación auténtica, legítima e incuestionable de los miembros de aquellos órganos que se integran mediante un proceso de decisión de los electores.
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, el derecho electoral es el conjunto de normas que regulan los procedimientos para que a través del voto se decida la designación de los gobernantes que conforme a la ley, deben ser electos por los ciudadanos.
El derecho electoral desarrolla los siguientes temas centrales de la democracia: elecciones, representación, partidos políticos, participación popular, control de la actividad de los gobernantes, garantías del voto libre, entre otros. Su regulación se encuadra en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en donde se establecen los principios rectores que deben de ser observados.
En una breve exposición de algunas de las principales instituciones contempladas en la normatividad que regula a nuestra democracia, es conveniente señalar que en el artículo 41 constitucional, apartado A, se establece: que “el Instituto Nacional Electoral es un organismo público autónomo dotado de personalidad jurídica y patrimonio propios, en cuya integración participan el Poder Legislativo de la Unión, los partidos políticos nacionales y los ciudadanos, en los términos que ordene la ley.
En esa previsión se apunta que: el ejercicio de esta función estatal, la certeza, legalidad, independencia, imparcialidad, máxima publicidad y objetividad serán principios rectores”.
Este artículo no tiene el propósito de hacer un análisis minucioso de los aspectos jurídicos fundamentales del derecho electoral mexicano, pero si intenta referir a algunos puntos que -me parece-, resultan suficientes para motivar algunas reflexiones. Son los que, en la práctica, advierten los ciudadanos sobre el comportamiento de los actores que intervienen en la realización de las elecciones y se centra en las razones que han dado lugar a que exista una manifiesta desconfianza, desprestigio y alejamiento de los postulados democráticos que deberían de ser celosamente observados por todos los funcionarios electorales y por los partidos políticos participantes.
Es muy probable que muchos de los lectores estén convencidos de que el acatamiento de los principios rectores de los procesos electorales en nuestro país constituyen una verdadera falacia, pues todos hemos sido testigos -durante muchos años-, de la manipulación que se ha venido haciendo al permitir que se lleven a: cabo conductas inciertas por falta de seguridad jurídica; ilegales por no ser acordes a lo establecido por las leyes vigentes; y en no pocas ocasiones hasta hemos presenciado intentos por constituir normas que son contrarias a lo preceptuado por la propia constitución.
Es de puntualizarse el hecho de que después de más de tres lustros de haber ocurrido la primera alternancia política en la presidencia de la república, no se haya podido lograr la consolidación de la confianza de la ciudadanía en los procesos electorales, y que tampoco hayamos sido capaces de instaurar prácticas confiables para crear certidumbre en la realización de las elecciones.
Por otra parte, resulta cuestionable la publicidad que tienen que emitir los órganos electorales para convocar a la participación ciudadana, cuando debería de ser una intervención menos inducida, si se estuviera en la convicción de que los comicios constituyen una verdadera “fiesta de la democracia”. Sobre todo porque en varias partes del país -pese a las carretadas de dinero invertido-, el abstencionismo va en aumento. Ni que decir del presupuesto que se aplica para que los partidos políticos funcionen y/o traten de concertar la preferencia del electorado. Además de que resultan poco transparentes las medidas y los controles establecidos, se tiene la percepción de que los grandes beneficiados del sistema político mexicano son los partidos, en virtud de que reciben grandes cantidades del erario público sin aclarar -de manera indubitable-, la forma en que se gastan las participaciones económicas otorgadas.
Por cuanto hace al principio rector de la independencia que debe de existir en la función electoral para que se lleve a cabo sin sometimiento a los poderes del Estado, es manifiesta la intervención -sobre todo del poder ejecutivo-, con la complacencia de los partidos políticos representados en las cámaras de diputados y de senadores, cuando se trata de seleccionar y nombrar a los funcionarios que van a integrar los órganos electorales.
Lo mismo podríamos decir del principio de objetividad -tan estrechamente ligado al de independencia-, pues las autoridades electorales que realizan las elecciones no mantienen sus criterios pensando en la claridad, la certeza y la aceptación que el electorado debe tener sobre sus actos. En muchas ocasiones la ausencia de una actuación institucional ha producido opiniones interesadas y parciales que afectan la existencia de este principio.
Las anteriores consideraciones, no son ajenas a los procesos electorales que se están llevando a cabo para elegir a tres gobernadores en los estados de México, Coahuila y Nayarit, así como en los 212 municipios de Veracruz para integrar sus ayuntamientos. En todos estos procesos se han presentado algunas de las más negativas conductas por parte de los partidos políticos participantes y de parte de varios candidatos que no han dudado en realizar acciones para ensuciar las campañas, constituyendo preludios de posibles fraudes electorales y de actitudes violentas que se pensaban estaban ya superadas. Se ha dado paso a una guerra entre adversarios para tratar de exhibir sus vicios, corrupción, defectos -y problemas personales-, sin reparar que estamos ante un electorado desconfiado y con un profundo hartazgo por el proceder de partidos con los que ya no se identifican. En ese contexto, uno de los efectos más importantes a estudiar después de los comicios será observar la aceptación registrada por los candidatos independientes.
Las lecciones que dejarán al electorado mexicano los próximos comicios del 4 de junio, deberían de conducir a efectuar una revisión profunda del sistema electoral mexicano, poniendo énfasis en atacar las causas de las patologías políticas que generan tanto descontento y desconfianza. Será necesario revisar, por ejemplo: la institución de la representación proporcional; la necesidad o la conveniencia de la implementación de la segunda vuelta electoral para tratar de producir gobiernos con mayorías claras y triunfos indiscutibles; la reducción del financiamiento a los partidos políticos para limitar el enorme gasto que el estado hace en esta materia; el fortalecimiento de las candidaturas independientes, mediante el establecimiento de reglas más equitativas que hagan posible la participación igualitaria de los ciudadanos con respecto a los partidos políticos. Todo ello, con el propósito de ir avanzando en una real consolidación democrática.
De no realizar los cambios que las circunstancias políticas del país demandan para mejorar los procesos electorales, nuestra sociedad podría comenzar a experimentar -muy pronto-, formas de expresión de disidencia política no-institucional. Por su parte los dirigentes de los partidos políticos pudieran comenzar a registrar un alejamiento -todavía mayor-, de sus partidarios y miembros, quienes cansados del abuso que han visto, se ha venido cometiendo -a lo largo de tantos años-, ahondaran la dispersión, el cambio de filiación o -de plano-, terminaran por incrementar la apatía que ya presenta una gran parte de la ciudadanía. El enriquecimiento que han experimentado muchos de los líderes que ellos -con su apoyo y militancia-, encumbraron, constituye el caldo de cultivo que alimenta el cansancio y el hartazgo que caracteriza el ambiente preelectoral.
Después de las elecciones del próximo domingo, seguramente se hará evidente la necesidad de una profunda transformación electoral que solo será posible con el cambio de las reglas para elegir a los gobernantes en el futuro mediato.
México lo necesita y seguramente será para bien de la democracia mexicana.
Analista político. Autor de libros sobre Derecho Electoral y Derecho Parlamentario. Profesor- Investigador Emérito de “El Colegio de Veracruz”. Receptor de la Medalla Defensor de la Libertad y Promotor del Progreso otorgada por el Club de Periodistas de México, A.C. (2016)